Desde su hallazgo con la ilustración de una estupenda
máscara de jade –la que se decía representaba un “bebé llorando”– Matthew W.
Stirling vivía soñando con ver la gigantesca cabeza, tallada en el mismo estilo
de la máscara, que José María Melgar descubrió en 1862.
Estaba a punto de realizar su sueño. Un día antes había
llegado al encantador pueblo de Tlacotalpan, donde el río San Juan se encuentra
con el Papaloapan, en la costa sur de Veracruz, y había podido contratar un
guía, alquilar caballos y comprar provisiones. Así, como un Don Quijote
moderno, estaba listo para partir hacia Santiago Tuxtla, en busca de la
aventura más importante de su vida. Era el último día de enero de 1938.
Soportando la somnolencia inducida por el creciente calor y
el trote rítmico de su caballo, Stirling pensaba en el hecho de que la cabeza
de Melgar no correspondía a ninguno de los estilos representativos del mundo
precolombinos, y, por otra parte, no estaba muy convencido de que la cabeza y
el hacha votiva, también de Veracruz, publicadas por Alfredo Chavero,
representaran individuos de raza negra.
Su compañero Marshall Saville, del
Museo Americano natural, lo convenció de que hachas como la de Chavero
representaban al dios azteca Tezcatlipoca en su forma de jaguar, pero no creía
que hubieran sido talladas por los aztecas, sino por un grupo costero conocido
como olmecas, es decir, “los pobladores de la tierra del hule”. Para él, el
descubrimiento del Tigre de Necaxa por parte de George Vaillant en 1932,
confirmaba la interpretación de Saville.
Al día siguiente, frente a la colosal cabeza olmeca de
Hueyapan, Stirling se olvidó de los efectos de diez horas de viaje a caballo,
de no estar acostumbrado a dormir en hamacas, de los ruidos de la selva: aunque
semienterrada, la cabeza olmeca era mucho más impresionante que en fotos y
dibujos, y no pudo ocultar su sorpresa al ver que la escultura se encontraba en
medio de un sitio arqueológico con montículos de tierra, uno de ellos de casi
150 metros de largo.
De regreso a Washington, las fotos que obtuvo de la cabeza
olmeca y de algunos monumentos y montículos resultaron muy útiles para
conseguir apoyo financiero para la excavación de Tres Zapotes, que Stirling
empezó en enero del año siguiente. Fue durante la segunda temporada en Tres
Zapotes que Stirling pudo visitar la colcabeza colosal descubierta por Frans
Blom y Oliver Lafarge en 1926. Stirling, junto con su esposa, y el arqueólogo
Philip Druker y el fotógrafo Richard Steward, siguió rumbo al este en su
camioneta por un camino que sólo se podía recorrer en la época de secas.
Después de cruzar tres puentes aterradores llegaron a Tonalá, de donde
siguieron en una embarcación hasta la boca del río Blasillo, y de allí, a pie
hacia La Venta. Atravesando la zona pantanosa entre el sitio y la boca del río
encontraron un equipo de geólogos que buscaban petróleo, quienes los condujeron
a La Venta.
Luego recibieron el premio por la dificultad del camino:
enormes piedras esculpidas sobresalían de la tierra, y entre ellas se
encontraba la cabeza descubierta por Blom y Lafarge quince años atrás. La
emoción exaltó los ánimos y de inmediato hicieron planes para una excavación.
Antes de que se iniciara la temporada lluviosa de 1940 la expedición de
Stirling a La Venta localizó y excavó varios monumentos, entre ellos cuatro
colosales cabezas olmecas, parecidas a la de Melgar, excepto en el estilo del
casco y en el tipo de orejeras.
Localizadas en un área donde la piedra no se
encuentra naturalmente, estas cabezas olmecas eran impresionantes por su tamaño
–la más grande de 2.41 metros y la más pequeña de 1.47 metros– y por su
extraordinario realismo. Stirling concluyó que eran retratos de gobernantes
olmecas y a medida que desenterraba estos monumentos de varias toneladas de
peso, se le hacía más apremiante la cuestión de su origen y traslado.
Debido al ingreso de Estados Unidos a la Segunda Guerra
Mundial los Stirling no pudieron regresar a La Venta sino hasta 1942, y una vez
más la fortuna los favoreció, pues en abril de ese año sorprendentes
descubrimientos ocurrieron en La Venta: un sarcófago con un jaguar tallado y
una tumba con columnas de basalto, ambos con magníficas ofrendas de jade.
Dos
días después de estos importantes hallazgos, Stirling partió a Tuxtla
Gutiérrez, Chiapas, para asistir a una mesa redonda de antropología sobre mayas
y olmecas que en gran medida tenía relación con sus descubrimientos.
Acompañado de su
esposa y de Philip Drucker, la primavera de 1946 encontró a Stirling dirigiendo
una excavación alrededor de los pueblos de San Lorenzo, Tenochtitlán y Potrero
Nuevo, a las orillas del río Chiquito, afluente del soberbio Coatzacoalcos. Ahí
descubrió quince grandes esculturas de basalto, todas en el más puro estilo
olmeca, entre ellas cinco de las más grandes y hermosas cabezas olmecas.
La más
impresionante de todas, la conocida como “El Rey”, midió 2.85 metros de altura.
Con estos hallazgos Stirling concluyó ocho años de intenso trabajo sobre
arqueología olmeca. Lo que empezó con la emoción de un joven por una misteriosa
mascarita tallada en un estilo desconocido, terminó en el descubrimiento de una
civilización totalmente distinta que, de acuerdo con el doctor Alfonso Caso,
era “la cultura madre” de todas las posteriores de Mesoamérica.
Enigmas sobre las cabezas Olmecas
Las preguntas que Stirling planteó acerca del origen y
transporte de piedras monolíticas fueron objeto de estudios científicos
realizados por Philip Drucker y Robert Heizer en 1955. Mediante el estudio microscópico
de pequeños y delgados cortes de roca sacados de los monumentos, fue posible
determinar que la piedra provenía de las montañas de los Tuxtlas, a más de 100
kilómetros al oeste de La Venta.
En general se acepta que grandes bloques de
basalto volcánico, de varias toneladas de peso, fueron arrastrados por tierra a
lo largo de más de 40 kilómetros, luego colocados en balsas y llevados por los
arroyos del río Coatzacoalcos hasta su boca; después, por la costa hasta el río
Tonalá, y por último por el río Blasillo hasta La Venta durante la temporada de
lluvias.
Una vez que el bloque de piedra toscamente cortado llegaba a su sitio,
era tallado de acuerdo con la forma deseada, como la figura monumental de un
individuo sentado, como “altar”, o como cabeza colosal. Dados los problemas
logísticos y de ingeniería que el corte y la transportación de semejantes
monolitos implicaron –una cabeza ya terminada pesaba 18 toneladas en promedio–
muchos estudiosos han concluido que tal tarea sólo podría tener éxito porque
poderosos gobernantes dominaban a una población considerable.
Siguiendo estos
razonamientos políticos, muchos científicos aceptaron la interpretación de
Stirling de que las colosales cabezas olmecas eran retratos de gobernantes,
sugiriendo incluso que los diseños de sus cascos los identificaban por su
nombre. Para explicar las hendiduras con forma de taza, las estrías y los hoyos
rectangulares tallados en muchas de las cabezas, se ha especulado que después
de la muerte de un gobernante su imagen era probablemente objeto de vandalismo,
o que era “matada ceremonialmente” por su sucesor.
Según estudios recientes sobre el arte y la representación
olmecas, las colosales cabezas olmecas no eran retratos de gobernantes, sino de
individuos adolescentes y adultos, llamados baby-face por los científicos, que
habían sido afectados por la malformación congénita que hoy se conoce como
Síndrome de Down y otros relacionados. Probablemente considerados sagrados por
los olmecas, estos individuos baby-face eran venerados en las grandes
ceremonias religiosas.
Por lo tanto, las marcas visibles en sus imágenes no
deben ser consideradas como actos de mutilación y vandalismo, sino evidencia de
posible actividad ritual, como la de impregnar armas y herramientas con poder,
frotándolas repetidas veces contra un monumento sagrado, o perforando o
moliendo la piedra para dejar hendiduras o recoger “polvo sagrado”, que se
utilizaría en actividades rituales. Como se puede advertir en el interminable
debate, estas majestuosas y misteriosas cabezas olmecas, únicas en la historia
de las civilizaciones precolombinas, siguen asombrando e intrigando a la
humanidad.
Nos hacemos muchas preguntas en torno de estas
interpretaciones, incluyendo la de Stirling. Para una sociedad que carecía de
escritura, suponer que el nombre de un gobernante era registrado por medio del
diseño en el casco es ignorar que muchos de éstos son totalmente fáciles o
muestran figuras geométricas no identificables.
Sin embargo, las señales de
mutilación o destrucción deliberada, sólo en dos de las dieciséis cabezas se
detectan intentos frustrados de retalle para convertirlos en monumentos
llamados “altares” ¿Tú qué opinas al respecto?
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